22 noviembre 2011

Memorias de los Andes

 


Les comparto un par de relatos sobre algunos viajes de mi niñez y adolecencia. Yo vivía en Perú durante la mitad de la década de los años setenta.

Me pareció reconocer una escena de la película Azul Profundo. Yo estuve ahí en los setenta, con algunos compañeros del Colegio Santa Margarita. Apareció ante mis ojos, toda la nieve que minutos antes habíamos visto en la lejanía. Después de recorrer un larguísimo túnel, salimos envueltos por este paisaje nevado que incluía unos lagos. Estábamos a 4800 metros de altura sobre el nivel del mar. Ticlio es el punto mas alto en el mundo por el que pasa un tren. Por esos días, el viejo ferrocarril central era la mejor manera de llegar a Huancayo en el Valle del Mantaro, una región del altiplano andino. Los vagones eran de madera y crujían con el movimiento. Posiblemente eran de principios del siglo XX. Sé que actualmente, el transporte ferroviario de pasajeros ya no se acostumbra tanto en ese trayecto y su función se centra, mas que nada, en llevar los minerales extraídos de La Oroya a Lima.



El asenso es tan empinado que el tren tenía que parar y cambiar de vía, subir en reversa para nuevamente parar, cambiar de vía y subir el siguiente tramo hacia adelante. Así repetidas veces. Atravesamos al rededor de cincuenta puentes sobre profundos barrancos, así como sesenta túneles cortados en las rocosas montañas. Para mis costeros compañeros limeños, la subida andina era difícil de soportar por súbita. Mientras, yo presumía tener un corazón grande por haber nacido en la ciudad de México, comía galletitas frente a varios de ellos mientras vomitaban como consecuencia del "soroche". Un empleado del tren asistía a los indispuestos con un arcaico aparato, el cual incluía un fuelle y que servía para proporcionarles oxígeno. Éramos un grupo de excursionistas que nos adentrábamos en el paisaje andino. Después de Ticlio, bajábamos hacia el altiplano pasando La Oroya y Jauja, donde compre unos panes deliciosos a unas "cholitas" —indígenas peruanas— desde la ventana del tren. Al aparecer el río Mantaro, el terreno se extiende plano de norte a sur, donde a 50 km. nos esperaba Huancayo en medio de una torrencial lluvia. Para mis amigos limeños esto era un espectáculo poco común, ya que no estaban acostumbrados a ver llover y menos cuando era una tormenta. Recuerdo como un tipo que siempre me tuvo mala fe, me respetó desde entonces al ver que no me intimidaban los relámpagos y truenos, mientras él simplemente no pudo controlar su miedo.

En 1975 y en otra parte de la cordillera mas extensa del continente, visité con mi familia un lugar en el que solo se podían ver las copas de unas palmeras enterradas en medio de un delta de tierra gris que bajaba desde el Huascarán, la montaña mas alta del Perú y el segundo pico de los Andes después del Aconcagua. Estábamos sobre lo que alguna vez había sido Yungay, población que había sido cubierta por un alud en 1970, durante los días del mundial de futbol en México.

La tragedia se dio después de un fuerte terremoto. Mientras los habitantes de Yungay hacían el recuento de los daños provocados por el movimiento telúrico, un gran segmento de nieve y rocas del Huascarán se desprendía sobre la laguna de Llanganuco, provocando una gran masa de lodo y rocas, que bajó a 200 km. por hora, completando el desastre siete minutos después. Estábamos rodeados de pequeñas cruces clavadas en el terreno que indicaban los lugares de las casas donde se encontraban sepultadas familias enteras. Murieron 50,000 personas. Desde ahí se podía ver el inmenso gajo que se había desprendido de la montaña.

Entre la sierra negra y la blanca, corre el callejón de Huaylas, el eje de nuestro recorrido, al cual llegamos después de subir los Andes en el auto de mi papá, manejando por una brecha angosta entre barrancos y atravesar puentes muy peligrosos. Adentrarse en el Perú de los setentas, era hacer un viaje en el tiempo. Como si este se hubiese detenido en algún momento de la colonia. Nos instalamos en Huaraz, capital del departamento de Ancash y desde ahí nos desplazamos hacia el norte, donde se había dado el desastre de Yungay.

Algunos kilómetros después se encuentra Caraz. En su plaza se alzan unas altas palmeras que fueron regaladas simultáneamente a las dos poblaciones por el gobierno cubano. Fue hasta ese momento en que pude imaginar la dimensión del alud sobre lo que ahora es un campo santo.

16 noviembre 2011

BOTELLITA DE JEREZ EN LA CARCEL

Encontré este texto, el cual ahora les comparto y que narra la ocasión en que siendo yo parte de Botellita de Jerez, fuimos a tocar a la prisión de alta seguridad de Almoloya de Juarez, misma que tenía poco tiempo de haber sido abierta. Espero lo disfruten.

Era 24 de noviembre de 1993. Para entonces, no imaginábamos las sacudidas que el país viviría algunos días después, a partir del alzamiento zapatista y los asesinatos políticos. Ese día los Botellos vivimos una experiencia poco común. Fue la primera ocasión en que tocamos en el auditorio Julio Castillo, de la prisión de alta seguridad de Almoloya de Juárez, en dos conciertos para grupos de cincuenta presos cada uno, en los que también asistieron algunos custodios y personal de la prisión.
Juan Pablo de Tavira, criminólogo que algunos años después fuera trágicamente baleado en el comedor de la Universidad Autónoma de Hidalgo en Pachuca, no sin antes haber sobrevivido a un intento de envenenamiento con gas butano en su propia casa, fue quien diseñó meticulosamente esta prisión. En esos días, él fungía como director de tan peculiar cárcel. Era el segundo aniversario de la fundación de este centro penitenciario y tocamos como parte del programa de rehabilitación de presos, los cuales eran involucrados en actividades artísticas, "...para hacerles la vida un poco mas llevadera y darle un peso menos duro y represivo al sistema penitenciario..." según nos decía un trabajador social que ahí laboraba.
Así fue, como ante lo mas selecto de la delincuencia de este país, nos presentamos frente a, quizás, el más enigmático de los públicos que hayamos tenido nunca. Durante cinco horas aproximadamente, vivimos como invitados especiales, en la claustrofobia de una prisión comparable a mis recuerdos mas obscuros de películas como El Silencio de los Inocentes —cuando la agente Clarice Sterling visita por primera vez a Hannibal— o Termitator II —cuando rescatan a Sarah Connor, madre del futuro líder de los humanos, de la prisión psiquiátrica con todo y guardias encabinados, que controlan todo movimiento en monitores de televisión—.
Nos recogieron temprano en un transporte destinado al personal de la prisión y nos dirigimos primero hacia Toluca, la cual atravesaríamos para tomar posteriormente la carretera hacia Atlacomulco. Algunos minutos después, nos desviamos del camino para finalmente llegar al centro de readapatación social, no sin antes pasar un par de retenes en los cuales, guardias fuertemente armados, inspeccionaron el vehículo y nos vieron con sospecha.
Llegamos a una recepción y después de pasar una estricta revisión y cumpliendo todos los requisitos que nos pidieron previamente, como el de no ir vestido de caqui o azul, ni usar pulseras o cinturones, nos llevaron por una serie de trayectos internos en donde están controlados los accesos y las salidas de cada pasillo. Terminas por perder el sentido de orientación, ya que la cárcel está planeada para no tener ángulos rectos en sus recorridos, lo que hace que uno no sepa si esta dirigido al norte, o al sur, o a donde sea. El tiempo se hace más lento y las rejas se convierten en una constante visual familiar. Si lograbas ver espacios abiertos, estos estaban subdivididos por rejas electrificadas y nos informaron que pisábamos varios metros de concreto al ras del suelo, para de esta forma evitar túneles.
Después de un recorrido laberíntico, nos instalamos en el foro y realizamos una pequeña prueba de sonido. Esperamos con nerviosismo al primer grupo de reos.
En esta prisión hay varias prisiones en una, es decir, está dividida en varios módulos donde se agrupan los delincuentes según su perfil y los cuales no tienen interacción con los otros módulos. Nosotros tocaríamos solo para dos de estos grupos.
Al llegar los primeros presos a las butacas, los notamos un poco idos. Nos explicaron que los dopaban para controlar su agresividad. Los sentaron con un lugar vacío entre cada uno de ellos y hablaban burlonamente entre sí. Era difícil no pensar que nosotros éramos la causa de esas risas.
En el primero de los dos conciertos fue difícil romper el hielo, pero gracias a la capacidad alburera de mis compañeros Armando Vega-Gil y Paco Barrios El Mastuerzo, se logró la interacción deseada, aunque cauta por nuestra parte. Santiago Ojeda y yo, optamos por dedicarnos solamente a tocar, como era nuestra costumbre. Confieso que me hubiese resultado imposible lograr un diálogo en estas circunstancias, por lo que las habilidades de mis amigos me ayudaron a sentirme tranquilo y manejar la situación.
Mis compañeros fueron rebautizados por los presos, con apodos como Copete de Hueso, ya que Paco estrenaba su corte de pelo al estilo Miguel Hidalgo y Pata´e Gis, apodo que hacía referencia a la pierna enyesada de Armando. Vega-Gil, que por poco muere unos días antes en La Marquesa, víctima de un amor no correspondido, causa por la que se le nubló la vista y provocó su caída de una pared de piedra por la que muy enamorado y descuidado escalaba. La pata rota fue un mal menor si concientizamos que terminó a un metro del suelo y nosotros, a un instante de quedarnos sin bajista.
Con los reos, comenzó el intercambio de sobrenombres y así, nos fuimos enterando que uno se hacía llamar Robocop y otro La Bestia. No recuerdo bien quién de los dos era uno de los famosos narcosatánicos. Se decía que descuartizaban niños en sus ritos.
En esta “llevada” interacción entre presos y botellos, un reo que se decía compositor, nos quiso hacer llegar una de sus letras que inmediatamente fue interceptada por un custodio. El contacto físico con nosotros era totalmente prohibido y evitado. La confianza es un bien bastante escaso en ese lugar.
También apareció un típico rockero de la vieja guardia que pedía a gritos Polvo en el Viento, Escaleras al Cielo, Hotel California o alguna Jimmy Hendrix, mientras su compañero a un lado, políticamente correcto, lo reprendía diciéndole que era mejor escuchar nuestro mexicanísimo material.
La tensión finalmente fue desapareciendo y pudimos terminar satisfechos la primera de nuestras presentaciones.

Se van a la chingada
Chingados chingadores
Chingón de los chingones
Chingando soy cabrón
¡Ah! que la chingada
Me chingo al que me chinga
Que chinga a chingadazos
¡Soy el gran chingón!
¡Ah! chinga chinga, chinga chinga
¡Ah! chinga chinga
Fragmento de la canción "El laberinto de la soledad capítulo IV"
de Francisco Barrios
del disco "Forjando Patria/1994" de Botellita de Jerez

Apenas tuvimos un poco de tiempo para descansar y estar listos para el segundo concierto con los presos del módulo 8, mejor conocido como el módulo de Los Olvidados. Con ellos, llegamos a lograr momentos divertidos y emotivos. El nombre de este módulo, corresponde a que los presos que lo conforman, hicieron delitos tan terribles que ni amigos (!), ni familiares los visitan jamas. En este módulo, todos purgan tantos años de condena, que prácticamente son cadenas perpetuas.
Con nuestra recién estrenada canción La Valona de la Conquista, los hicimos saludar a la bandera entre las miradas preocupadas de los custodios. Cuando acabamos, no faltaron las felicitaciones navideñas anticipadas para mi y mis compañeros.
Botellita de Jerez entretuvo así a un público poco común, tratando difícilmente de no juzgar a nadie en ese momento. Habíamos logrado interactuar con un público del que vibrábamos los extremos más obscuros de la conducta humana.
Luego, nos llevaron a un comedor vacío en donde nos dieron de cenar alimentos sin sal, ya que de esta forma controlan el lívido de los reclusos. Y después de pasar por las mismas revisiones a la salida del penal que cuando ingresamos, regresamos a la Ciudad de México en una noche muy fría. Sus luces desde el cerro de las cruces me parecieron distintas después de nuestro pequeño encierro. El chofer que nos llevaba, nos contó como apaciguaban a los presos con manguerazos de agua fría, aplicados directamente en sus celdas individuales y videograbadas las 24 horas del día. Nos contó de personajes como Caro Quintero y otras ¨distinguidas¨ personalidades recluidas en módulos que ya no conocimos.
En esta aventura nos acompañaron nuestros técnicos, entre ellos el inseparable Apache quién algunos años después, viviría su propia pesadilla en una cárcel californiana. También iba nuestro representante Roberto Martínez y Antonio Cruz de Blas, periodista que hicimos pasar como parte de nuestros técnicos. Este, escribió por esos días, su versión de esta visita en el periódico Uno más Uno. Tiempo después, en 95, volvimos a ese pequeño foro. Supimos que no todos habían pasado por ahí con la misma suerte de nosotros cuando fuimos la primera vez. Nos dijeron que Yuri, en un numerito de corte evangelizador, fue rechazada por tan selecta audiencia y la trataron realmente mal. En ese regreso, nos acompañaron Fratta, que en esos días era nuestro ingeniero de audio y, queriendo repetir el esquema del periodista incógnito, llevamos a Oscar Sarquiz. Lo cierto es que, en esa segunda ocasión ya no se repitió la misma intensidad de la primera vez. El aire se respiraba distinto. Eran tiempos Zedillistas y de Lozano Gracia como procurador de la república. Ya estaban encerrados ahí, Mario Aburto y Raúl Salinas. Se notaba cierto relajamiento en la seguridad sin dejar de ser estricta. Después de un tiempo dejo de llamársele Almoloya para convertirse en la prisión de alta seguridad de "La Palma".